Maneras de vivir
Artículo aparecido en la revista "Reflejos de Naturaleza" de Asafona (Asociación Aragonesa de Fotógrafos de la Naturaleza) en mayo de 2013
Sólo restan unos minutos para que se vislumbren las primeras luces del día pero el frío invisible del amanecer hace tiempo que se nos ha metido en el cuerpo y nos corta como cuchillas afiladas. Los huesos entumecidos y las articulaciones bloqueadas, eso es lo que gano con todo esto, piensa uno para sí mismo.
Hace algún rato que se escuchan los primeros cantos de algunos pájaros, el petirrojo y el mirlo son los más madrugadores del bosque, son los únicos sonidos que acompañan nuestros pensamientos, la vista, aturdida, solamente se puede entrenar a través de los pequeños orificios por los que la vieja tela de camuflaje respira. La silla de tres patas, incómoda, inútil y barata, se nos clava en nuestro cuerpo produciendo tal incordio que cualquier cambio de postura nos proporciona un alivio sanador y nos reconforta tanto como si nos metiésemos en la cama debajo de las mantas una fría noche de invierno.
Ya ha amanecido, los ojos se desperezan y se acostumbran a vislumbrar las primeras sombras y siluetas que se alcanzan a ver en el exterior del escondite. La sensación siempre es la misma, nerviosismo, incertidumbre, excitación, sueño, frío, hambre, sed pero todo lo domina la pasión, que es lo que nos mueve.
El mundo animal es listo, no es un actor exhibicionista, no se nos muestra desde el primer momento, hay que ser muy paciente, observador y tenaz para poder disfrutar, a veces, apenas de unos pocos segundos de placer. Un vuelo, un salto, un revoloteo, un momento fugaz, efímero, casi imperceptible al ojo humano, sólo capaz de ser registrado por una cámara fotográfica. Un momento quizás, único e irrepetible, una concesión animal al hedonismo humano de querer capturar, de hacerlo nuestro, querer atrapar el instante y regocijarnos en el lance de la caza, herencia genética y antropológica del mismo ser humano transmitida a través del tiempo.
Aunque el hombre moderno dejó de sentir la necesidad de cazar para comer hace mucho tiempo seguimos deseando vivir, cazar y morir dentro del mundo animal, ese espíritu primario se nos apodera, eso sí, ahora dulcificado, amigo, conservador y respetuoso. Pero el reino animal no se deja engañar, es esquivo, receloso y desconfiado con el hombre, como tiene que ser. Eso hace que nuestras pequeñas conquistas nos parezcan grandes victorias, ser capaces de arrebatar unos segundos de vida salvaje se nos antoja como un gran logro. Como si en ese corto momento fuéramos amigos, como de la familia, alguien que viene de visita, se toma un café y se marcha dando las gracias. Y siempre deseando volver a ser invitado. Da igual el escenario, la huerta, el secano, la estepa, la sierra, la montaña o la ribera de algún río, la sensación es la misma, de difícil entendimiento o explicación si no se experimenta. Nuestro deseo de cazador cavernario se ve cumplido, regresamos al hogar con nuestra presa. Pero a diferencia de nuestros antepasados la nuestra es meramente simbólica, una imagen, un recuerdo o simplemente una vivencia. Esa es nuestra recompensa. Y ya es mucho.
Al final después de todo se olvidan los malos ratos, las incómodas posturas, los días de extremo calor o del frío más intenso, las sesiones sin recompensa. Todo se olvida y ya pensamos en la próxima vez, en la próxima presa, en la siguiente aventura, en el momento que nos meteremos de nuevo en el escondite, el frío, el amanecer, el canto del mirlo y del petirrojo, las primeras sombras, el culo dolorido y de nuevo otra vez, y otra, … y otra.
Al fin y al cabo también nosotros pertenecemos al reino animal y como tales no somos más que animales de costumbres.